Un futuro previsible en una pieza poco previsible (y hasta bastante heterodoxa): Ya no contagio, de Ezequiel de Almeida.
por Lucho BordegarayEn estos días, el resultado de aventurar una mirada hacia el futuro dista tanto del optimismo del año 1900 como del fatalismo que se adueñó de la imaginación en la segunda mitad del siglo pasado: lo más común es sospechar una supervivencia medio hueca de nuestra especie, algo así como una sensación a mitad de camino entre la pronta satisfacción y el adormecimiento. Que bien podría resumirse en una locución que se halla con frecuencia en boca de quienes de alguna manera anticipan ya hoy ese porvenir mediocre: “Tipo que… ¡nada!”, con la que no se refieren a un señor deslizándose en el agua, sino a que no pueden siquiera expresar lo que tienen en su cabeza.
Por ahí nos lleva Ezequiel de Almeida con esta pieza. Y nos arroja a una vivienda o reducto (sus habitantes no podrían señalar la diferencia, y esa confusión nos la transmiten) con un puñado de personas cuyos deseos son tan superficiales que resulta innecesario trabajar por su satisfacción. No hay búsqueda, no se ponen en juego emociones, no hay cuestionamientos. Eso sí: cuando se les despierta una necesidad sofisticada como querer recordar algo, tienen el auxilio de la tecnología, algo así como un mega procesador que archiva todo lo que acontece en ese lugar.
La chatura de esta gente, lo microscópico de sus móviles, la vacuidad de sus conversaciones es molesta. Y hasta puede irritar que el autor no juzgue siquiera un poco a sus personajes; por mi parte, confieso que me hubiera satisfecho que la obra propusiera la caída de un techo o un incendio voraz con la consecuente matanza de esos personajes inanes. Pero no. Y no sólo porque no es bueno que el autor juzgue a sus criaturas, sino también porque De Almeida asumió el riesgo de sostener el relato en sintonía con lo relatado: no hay juicio, no hay intenciones de dar respuestas, no hay emociones.
Si usé la palabra riesgo es porque considero bastante temerario el camino elegido. Es como esas marchas sobre la nieve acumulada entre dos picos cercanos: abismo a uno y otro lado. El que va adelante (en ese caso, De Almeida) marca la senda, y los de atrás (el público) no deben salirse de sus huellas. Creo que por eso es probable que haya espectadores de esta pieza que se desbarranquen hacia el desinterés o bien hacia una lectura de mera comicidad. Sólo avanzando por una delgada línea no se cae ni en el aburrimiento ni en la risa constante.
Como título de una obra de teatro, Ya no contagio tiene las virtudes de ser breve, claro e intrigante. Pero como concepto, “ya no contagio” es terrible, porque vivir es contagiar a quien esté a mi lado. Quien ya no contagia no tiene nada para dar. Quizás ahí esté la médula de esta obra.
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